CARLOS ALBERTO URIBE : LA ANTROPOLOGÍA DE GERARDO REICHEL-DOLMATOFF :

Departamento de Antropología Universidad de los Andes, Bogotá

El Instituto Etnológico del Magdalena

Resulta un tanto paradójico que Santa Marta -mejor conocida des de comienzos de siglo como el puerto bananero en Colombia de la United Fruit Company– se constituyera en 1946 en la sede del Instituto Etnol ógico del Magdalena. Y más aún, que un antropólogo nacido en la lejana Austria y luego nacionalizado en Colombia, Gerardo Reichel-Dolmatoff, fuera el primer director encargado de la organización de dicho instituto. Entre 1946 y 1953, Reichel-Dolmatoff en asocio con su esposa, la antropóloga colombiana Alicia Dussán, y algunos colaboradores nacionales y extranjeros, llevaron a cabo un proyecto de investigación en la antigua provincia española de Santa Marta que todavía hoy resulta ser, quizás, uno de los proyectos antropológicos más ambiciosos jamás realizado en Colombia. El equipo de los esposos Reichel produciría entonces una obra antropológica tan vasta, que por muchos años sus publicaciones seguirán como punto de referencia obligatorio de cualquier investigación adicional en el área.

Que el Instituto fuese etnológico y nó antropológico, y que hubiese sido fundado en la puerta de entrada de una región cuya actividad económica fundamental era la plantación y exportación de bananos, son hechos que no pueden ser interpretados como hechos fortuitos. La antropología profesional surge en Colombia como una empresa etnológica -esto es, como la recolección de información sobre el pasado y el pre-sente de sus pueblos aborígenes, sus tipos « raciales » y sus costumbres y lenguas-. Todo ello en adición a la colección y el inventario de los objetos físicos testigos de la actividad de dichos pueblos. Empresa que, por otra parte, encajaba muy bien dentro de una tradición antropológica a la francesa. En realidad, fue en torno a la figura central de Paul Rivet, más tarde director del Musée de l’Homme en París, que los pioneros de la antropología profesional en el país se agruparon a comienzos de la década de 1940 cuando el Instituto Etnológico Nacional se organizó en Bogotá. Y el instituto de Santa Marta era una de las cuatro regionales asociadas con el Instituto Etnológico Nacional. Rivet se convirtió en el maestro reverenciado de un grupo de normalistas educados en la Escuela Normal Superior, que luego volcarían sus intereses hacia la antropologia : Alicia Dussán formaba parte de dicho grupo. Pero Paul Rivet no / fue el único académico europeo que llegó a Colombia durante este período : Reichel-Dolmatoff, muchos años más joven que Rivet y a quien había conocido anteriormente en París, llegó a Colombia hacia finales de la década de 1930. Asimismo arribaron al país los estudiosos alemanes Justus W. Schottelius y Ernesto Guhl y los españoles Pablo Vila y Jos é de Recasens, entre otros. Todos ellos se asentaron en este país pobre y pobremente conocido, para capear el sangriento pandemonio desatado en Europa por el nazismo y el fascismo. La mayoría de ellos permaneció en Colombia por el resto de sus vidas (cf. Uribe 1980 : 282-288 ; Bonilla 1984 : 25-30 ; Dussán de Reichel 1984 ; Pineda 1985).

Santa Marta yace en la esquina noroccidental de la Sierra Nevada de Santa Marta, ese inmenso sistema montañoso costero, cuya forma se asemeja a una enorme pirámide de base triangular que se alza en frente del Mar Caribe. Santa Marta, por lo tanto, está localizada en una posición estrat égica para servir como centro de dirección de una empresa cient ífica cuya mirada sea hacia el interior de nuestro ser como país -lo mismo que para una empresa económica como la exportación de banano-, cuya « mirada » es hacia el exterior. Las montañas, cuchillas y valles de la Sierra, las áreas costaneras y des érticas colocadas a su frente, la vasta y casi plana llanura aluvial costera que el sistema del río Magdalena ha ido formando en su agitado discurrir milenario, fueron el país de muchísimos pueblos nativos durante siglos antes que los conquistadores españoles arribasen a una playa cercana a Santa Marta. Y la Sierra Nevada propiamente dicha todavía hoy es el territorio amenazado de algunos de los descendientes de estas poblaciones indígenas. Todas estas tierras guardaban, y aún guardan, los tesoros en oro, en piedra y en cerámica, dejados sin reclamar por los conquistadores cuando el saqueo llegó a su fin.

Desde comienzos del presente siglo, los buscadores de tesoros y los profanadores de tumbas tuvieron nuevos competidores : los arqueólogos enviados a estos lares por los grandes museos extranjeros. Huacal tras huacal, en cuyos vientres se alojaban en estrecho orden las piezas del « tesoro Tairona », para usar una expresión tal vez empleada poj- algún Cronista español, salían del puerto de Santa Marta con destino al Field Museum of Natural History de Chicago, al American Museum of Natu ral History de Nueva York, al Camegie Museum de Pittsburgh, y a otros museos europeos en Berlín y Gottenburg, entre otros. Cuando los agentes de la aduana vedaron la salida de la colección Tairona excavada por J. Alden Masón entre 1922 y 1923 por comisión del Field Museum, el entonces Ministerio de Instrucción Pública denegó la recomendación hecha por la Academia Colombiana de Historia en el sentido de mantener el embargo aduanero -la colección pudo entonces exportarse-(cf. Mason 1931:20). Era ya más que la hora que alguien en Colombia intentara poner coto a estos saqueos. El equipo de investigadores de Gerardo Reichel ciertamente lo hizo.

Gerardo y Alicia Reichel-Dolmatoff

Desde su sede en Santa Marta, el equipo de los esposos Reichel emprendía sus periódicas « expediciones » arqueológicas -para usar la expresión con la que solía denominarse por aquellos años el trabajo de campo- a los valles de los vecinos ríos del Manzanares, el Córdoba y el Sevilla. Pero su destino principal era el sitio de Pueblito hacia la costa al este de Santa Marta y unos pocos kilómetros tierra adentro del cabo San Juan de Guía, ya en las estribaciones de la Sierra. Pueblito, una gran ciudadela Tairona estratégicamente ubicada y cuyas obras arquitectónicas y de ingreniería fueron construidas con piedra granítica, fue el sitio principal excavado por el arqueólogo J. Alden Mas ón en 1922-1923. Nuestros antropólogos emprendieron su re-estudio, y Pueblito se constituyó en su sitio-tipo de la región arqueológica Tairona (Reichel 1976c : 99). Más tarde los Reichel reconocerían y escavarían otros yacimientos en varias partes de la región, especialmente en la porción sur-oriental de la Sierra y en los valles de los ríos Cesar y Ranchería y sus flancos montañosos colindantes.

Estas expediciones arqueológicas fueron, sin embargo, alternadas con entradas al territorio de los Kogi. Entre 1946 y 1949, Gerardo Reichel vivi ó por diez meses entre estos indígenas, sus observaciones completadas y verificadas en las periódicas visitas que hacían los nativos a su casa en Santa Marta (Reichel 1950 : 11 ; Reichel 1951a : apéndice). Después de estas experiencias iniciales, Reichel ha regresado varias veces en el transcurso de los años a donde los Kogi para realizar trabajo de campo adicional. Sin duda él es el gran etnógrafo de los Kogi. No satisfecho aún con su ya apretado horario en Santa Marta, Reichel también logró hacer una rápida investigación en el Archivo Nacional de Colom-bi situado en Bogotá. Los documentos hasta ese momento inéditos producidos en pilas por los administradores españoles, en conjunto con el estudio de los Cronistas de Indias, le aportaron a Reichel sus fuentes para reconstruir a grandes trazos el panorama cultural nativo en tiempos de la llegada del invasor europeo, y los eventos de la empresa casi épica en la que se tornó la conquista de los pueblos de Santa Marta (Reichel 1951b). Lo que es más, entre 1951 y 1953, Reichel y su esposa Alicia vivieron por casi dos años en Aritama, como resolvieron llamar en su libro al pueblo mestizo de Atánquez, localizado en un estrecho valle de las laderas orientales de la Sierra.

El fin de los Tairona

Según Gerardo Reichel, la « tribu » Kogi representa de manera básica los restos contemporáneos de la cultura Tairona poderosa en el siglo XVI. Después de la derrota militar definitiva de 1599, los aborígenes sobrevivientes de la atroz masacre comenzaron un lento proceso de restauración y reorganización en partes más altas de la Sierra y lo más alejados posible de la frontera de influencia Colonial europea. La Sierra Nevada se constituyó entonces en una región de refugio, a donde se desplazaron las « tribus » derrotadas por la conquista. Tribus costaneras y tribus de montaña que previamente habían mantenido redes de intercambio de mujeres, comida y otros productos, y de bienes « lujosos », creadas de manera cuidadosa. Este éxodo masivo significó, por supuesto, que los sobrevivientes perdieran su espléndida cultural material, que sus ciudades basadas en piedra fuesen abandonadas, y que los caminos construidos con lajas de piedra se perdiesen a la acción de la selva y los elementos. La fuga también trajo consigo el desplome de las redes de intercambio. Era como si la selva al cubrir con su denso manto la intrincada red de caminos prehispánicos en la Sierra, pusiera una barrera de protección infranqueable que habría de separar por muchos años a los hijos nativos del holocausto de 1599 y a los nuevos señores de la tierra (cf. Reichel 1954 : 148-149).

La restauración que se inicia en la sociedad indígena con la entrada del siglo XVII implicó entonces un proceso de devolución cultural. Esta nueva síntesis en un plano cultural inferior mantuvo a pesar de todo, va-rios elementos importantes del pasado. Una religión con base en un culto a la fertilidad que, a pesar de las modificaciones producidas por los intentos misioneros del siglo XVIII para convertirá los indios al Catolicimo, todavía hoy es la religión de los Kogi. Una jerarquía de estratos sociales con los sacerdotes colocados en las posiciones superiores de status. Pero otras dimensiones de la existencia de los nativos tuvieron que desarrollarse desde su base. En particular, su nuevo habitat demandó un sistema de adaptación diferente para pendientes montañosas más inclinadas. Ello a su vez significó que algunos de los viejos productos alimenticios precolombinos tuvieran que ser reemplazados por nuevos productos traídos por los europeos, especialmente el plátano, y que los patrones de asentamiento fueran modificados. Pero lo que fue todavía más importante, la cat ástrofe demográfica que acompañó la derrota, las enfermedades desconodidas y la retirada, implicó un rediseño de las reglas de matrimonio. Esto es, si antes de la derrota de 1599 un grupo de parientes masculinos debía casarse, necesariamente, con las mujeres de un grupo de descendencia femenino determinado, luego estos intercambios de mujeres dadas en matrimonio ya no pudieron seguir los pa-trones previos. Las antiguas reglas de matrimonio fueron modificadas para dar cabida a los grupos femeninos que susbistieron o se conformaron.

Pero qué tipo de gentes fueron estos Tairona, los antepasados de los Kogi ? La respuesta a este interrogante abunda de argumentos. En varios de sus trabajos (v.gr. 1953, 1965, 1975a, 1978, 1982) Reichel mantiene que el complejo Tairona-Kogi representa una migración Meso o Centro-americana de no mucha antigüedad, posiblemente de los siglos X o XI d.C, que penetró en el norte de Colombia. Dicha pretensión es apoyada con varias comparaciones arqueológicas y etnográficas. Por ejemplo, la poca evidencia de materiales pertenecientes a los llamados períodos « arcaico » y « formativo » encontrados en el área arqueológica de la Sierra Nevada, parece indicar que la agricultura intensiva llegó de otra parte. Además, un gran número de paralelos estilísticos pueden señalarse entre la cultura arqueológica Tairona y ciertas culturas arqueológicas de Cos ta Rica localizadas en las montañas que miran al Atlántico. El estilo Tairona y sus rasgos asociados aparece sólo entre los límites bien definidos de la región de Santa Marta y las estribaciones norte y noroccidental de la Sierra Nevada. Su corta historia en esta zona, después de la migración original, no dio lugar a que se expandiera más allá de estas fronteras. Fi nalmente, ciertas tradiciones míticas de los Kogi se refieren a la huida de sus ancestros de un país localizado más allá del mar, « donde el sol no pasaba por encima de nuestras cabezas sino que permanec ía mucho más cercano al horizonte norte » -cuando cincuenta y dos generaciones atrás tal país fue hundido por terremotos y erupciones volcánicas- (Reichel 1978 : 26-27) (mi traducción).

No es mi interés aquí contrastar estas conclusiones con los recientes resultados de la investigación arqueológica sobre la « zona Tairona ». En efecto, lentamente comienzan a aparecer publicaciones que contienen los nuevos hallazgos sobre la arqueología de las vertientes y costas norte y noroccidental de la Sierra Nevada (v.gr. ICAN 1985 ; Herrera 1985 ; Oyuela 1986a, 1986b). Y más allá de los méritos que pueda tener está hipótesis difusionista y este ejercicio en « arqueología mental », permanece el hecho que sabemos bien poco de la organización social y política de los Tairona. Los documentos y los Cronistas nos narran principalmente acciones militares. Durante el siglo XVI la región de Santa Marta fue en primer lugar y ante todo una frontera militar. Por ello no nos encontramos ante una situación similar, por ejemplo, a la del Perú después de 1535, donde los administradores españoles muy pronto reemplazaron a los oficiales Inca en sus visitas a las diferentes provincias y comunidades que formaban el Tawantinsuyu.

Si nos vamos a atener a una lectura estricta de la evidencia que disponemos, la verdad es que desde un punto de vista socio-cultural no existió cosa similar a una « tribu » Tairona en posición dominante dentro de la Cultura Tairona, tal y como determina a esta última la arqueología. Para expresarlo con otras palabras, y tal como Henning Bishof (1982 : 83ss.) lo ha señalado, las fuentes no nos permiten inferir una identidad étnica o cultural definitiva en las faldas y costas colindantes con Santa Marta, ni en las estribaciones norte y noroccidental de la Sierra Nevada. Tampoco podemos por el momento, y dado el nivel de nuestros conocimientos, determinar una separación tajante entre grupos costeros y grupos de montaña. En cambio, la situación podría haber sido de varios grupos indígenas, algunos de ellos en un nivel similar de integración socio-cultural, si se quiere expresar el problema en los términos de la ecología cultural, que mantuvieron alianzas políticas inestables entre ellos. La existencia de dichas alianzas ciertamente pudo haber favorecido la creación de otros intercambios (por ejemplo, de produc tos alimenticios y de mujeres para cumplir con los dictados de la exogama) (cf. Cárdenas 1985). Pero a cuál nivel de integración socio-cultural nos estamos refiriendo ? Reichel, Bishof (1982), Cárdenas (1983), y otros autores han empleado un verdadero arsenal de términos para referirse a tales « tribus » del siglo XVI : « cacicazgos », « federaciones de pueblos », « confederaciones », « estados incipientes », « ciudades-estado », etc. Este, sin duda, es otro ejemplo de lo que E. R. Leach ha denominado como el síndrome del « colector de mariposas » en la antropología, o sea, la clasificación sin fin de las sociedades según tipos y subtipos (Leach 1961 : 2ss.) Además muestra la ofuscante permanencia del modelo tribal como la forma típica en la que Occidente piensa « al otro ».

La estructura social de los Kogi

Quizás podamos aprender algo nuevo si miramos estas cuestiones desde perspectivas diferentes. Revisemos primero lo que nos dice Reichel sobre la estructura social bá sica de los Kogi. Según la mitología Kogi en el momento del primer amanecer sobre esta tierra, que es la quinta tierra en el « huevo cósmico », sólo existía la Madre -la deidad principal de los Kogi, una creatura femenina que todo lo abarca-. De la Madre vinieron luego a esta tierra cuatro hijos y cuatro hijas que después se casaron entre ellos formándose de esta manera cuatro parejas. Estos ocho personajes, cuatro masculinos y cuatro femeninos, son según los indígenas, los ancestros de los grupos de descendencia patrilineal y matrilineal Kogi principales -un hombre pertenece al patrilinaje de su padre o túxe, una mujer al matrilinaje de su madre o dáke-. Este aparejamiento original sent ó según el pensamiento Kogi, los intercambios matrimoniales protot ípicos y un modelo de exogamia que incluye inter-cambios matrimoniales obligatorios. De esta manera, los hombres pertenecientes al túxe Hukuméiü tienen necesariamente que casarse con mujeres del káke Séi-náke, hombres del túxe Hukúkui deben desposar mujeres del dáke Mitamdú, los del túxe Kúrcha lo hacen con las del dáke Núge-náke y, por último, los hombres Hánkua sólo desposan mujeres Huldáke. En la medida que estos grupos de descendencia, a más de asociarse con ciertos puntos cardinales, poseer determinados atributos mágicos, objetos rituales, vientos, enfermedades, etc., también reconocen una relación tot émica con un animal, los intercambios mat rimoniales entre los hombres y las mujeres se organizan conforme a las relaciones entre sus animales simbólicos. Y estas relaciones nos muestran que siempre los animales totémicos de los túxe son los depredadores de cada uno de los animales asociados con los dáke. Un « hombre jaguar » (Hukuméiíi) se casa con una « mujer pécari » (Séi-náke), un « hombre buho » (Hukúkui) se desposa con una « mujer culebra » (Mitamdú), « zorro » (Kúrcha) se casa con « armadillo » (Núge-ná ke) y « puma » (Hánkua) lo hace con « venado » (Huldá ke). Por lo tanto, según su propia visión, para los Kogi el comer se asemeja al cohabitar sexualmente. Alimento y sexo se encuentran en una relación de equivalencia, argumento que Reichel hace repetidamente en toda su obra sobre estos indígenas.

La organización social Kogi nos depara todavía más sorpresas. Existe un orden jerárquico entre los clanes que depende del orden de precedencia en el que cada uno de ellos tuvo su origen y de la localización geográfica en donde ello tuvo lugar -as í, los primeros clanes que según la tradición mítica se conforman en los sitios sagrados, son más « importantes » que aquellos que lo hicieron después. Estamos pues en frente de grupos de descendencia (clanes) que están vinculados en la mente y en la tradición de los indígenas con ciertos territorios. De esta manera, el clan del jaguar era el grupo original que vivía en Cherúa, un lugar en el valle del río Hukuméiii, que es el mismo río que nosotros conocemos como el río Palomino. Posteriormente, en un segundo momento, este grupo se dividió en dos, conformándose entonces el clan buho que migró luego al curso superior del río San Miguel. En un tercer episodio, los clanes del jaguar y del buho se fisionaron una vez más, para formar el clan puma, cuyos miembros viajaron a establecerse en otra zona del río Hukuméiii, y el clan zorro, cuya localización no es precisa. Cada grupo de descendencia se puede, por lo tanto, dividir en un momento dado, o lo que es lo mismo, se pueden producir rupturas en la red genealógica. Los clanes ancestrales siempre permanecen en la misma localización y los nuevos clanes (linajes) se ramifican para ocupar un territorio diferente (cf. Reichel 1950 : 159-160). Estos procesos de división en los grupos de descendencia, que por lo demás están muy bien documentados en la literatura antropolótica, son de la mayor importancia para explicar la dinámica histórica de los Kogi. Aquí’ está en parte la clave para entender la pretendida inestabilidad territorial de los indios. Porque es que este proceso todavía tiene lugar, a pesar de que se expresa en términos un poco distintos dado el avance de la frontera de colonización no indígena en la Sierra Nevada.

Teoría y realidad

Según todo lo anterior, en qué medida este sistema de grupos d descendencia exogámicos con int ercambios matrimoniales claramente prescritos, y bellamente expresado en el mito y en el símbolo, coincide con la situación actual ? Esta pregunta refleja la separación vieja y familiar en la antropología – esto es, la separación entre el modelo que como analistas construímos y la realidad del mundo, o si se quiere, la brecha entre las reglas y el comportamiento de la gente en la vida real. Porque resulta claro que en la construcción que hicimos del modelo de es tructura social Kogi, sólo nos concentramos en el sistema cognitivo que aparece evidente en la comunicación ritual. Este es el lenguaje que dominan los propios sacerdotes indígenas o mamas. Si se quiere, éste es el lenguaje en el que se expresan las cosas sagradas. Pero como lo ha señalado M. Bloch (1977 : 286), la antropología no sólo debe ocuparse de la comunicación ritual, dejando de lado esa otra « larga conversación » que se ocupa de lo cotidiano, de lo mundano, de la naturaleza como objeto de la actividad humana. Y es que Reichel mismo, quien se inclina defi nitivamente por la opción de darle a su modelo un ajuste muy cercano con la realidad, parece no obstante conceder que la estructura social Kogi se asemeja a un juego de ajedrez cuyas fichas ya se encuentran muy desorganizadas en el tablero, algunas ya se perdieron, y cuyas reglas de juego sólo muy pocas personas recuerdan bien. (Reichel 1950 : 160 ; 187-188). Estas personas que las recuerdan son los mamas, quienes por supuesto las usan para su propio beneficio.

La situación nos muestra que entre los Kogi, el parentesco sólo funciona en el presente como una representación, una idea, o quizás una construcción ideológica utilizada por los indígenas para explicar su pro-pia estructura social. Es una especie de fuente de metáforas utilizadas para darle forma al comportamiento de la gente. Y la exogamia sola-mente representa un compromiso preferencial, que raramente, si es que alguna vez, se sigue en la vida real de los indígenas. Ya hemos visto co-mo en el pensamiento Kogi el matrimonio y la comida se igualan analógicamente, una ecuación que nos hace inteligible el tratamiento psicoanalítico que nuestro antropólogo Gerardo Reichel hace de la cultura Kogi. Consideremos ahora la profunda noción de complementariedad presente en el pensamiento de los Kogi y que ellos mismos traducen al español con el verbo « cuidar ». Por ejemplo, como se usa en las proposiciones « la Madre cuida a los Kogi », « los Kogi cuidan del universo », « el mama cuida de sus vasallos » (y se utiliza la anticuada expresión « vasallo » para referirse a los hombres y mujeres del común), « los vasallos cuidan al mama ». O consideremos la noción de yúluka, traducida como « estar de acuerdo », « estar en armonía con » (Reichel 1976a : 269), y que a menudo incorpora el más alto ideal o meta de la existencia Kogi, y un modelo de comportamiento para los hombres – el vivir según lo que ellos llaman la « Ley de la Madre »-o sea, en nuestros términos, las costumbres de los ancestros. Todo esto que he mencionado son, sin duda, construcciones ideológicas que son usadas por los Kogi para representarse el universo, su génesis y desarrollo, y su vida personal y social. En suma, estas nociones apuntan hacia ideales de complementariedad, de reciprocidad, de equilibrio. A pesar de lo importante que el discurso ideológico es para entender lo social, muy a menudo éste no marcha de la mano con el comportamiento real de la gente -o sea-, lo que los hombres y mujeres hacen en su vida diaria, más allá de lo que deberían hacer. Por el contrario, las palabras a veces encubren y distorsionan los motivos detrás de las acciones.

Por ello es necesario considerar asuntos mucho más mundanos si es que queremos entender la condición social de estas gentes. Reichel mismo nos indica el camino en uno de sus últimos ensayos sobre los Kogi, cuando afirma que debemos estudiar en detalle sus estrategias adaptativas, en especial su ecosistema agrícola (Reichel 1982 : 295). Ello en la medida que los Kogi en su trashumancia entre sus campos agrícolas localizados en los valles y faldas situados en las partes media e inferior de su territorio actual, y los páramos de la Sierra Nevada en donde mantienen sus cabezas de ganado, « tejen » las condiciones mate-riles de su existencia. Y utilizo el verbo « tejer » para capturar el simbolismo del telar Kogi tan bellamente expresado por Reichel en su ensayo « El telar de la vida » (Reichel 1978). Pero el acceso a estas ecozonas económicas, o mejor, a la tierra como un medio de producción, se determina por la membrec ía de los productores a un pueblo determinado, esto es, de acuerdo con el vecindario de cada persona. Por ejemplo, un hombre cualquiera puede cultivar un terreno, digamos que en la ecozona baja de su pueblo, bien sea porque nació en dicha población, o porque ha sido aceptado por todos, en especial por el sacerdote o mama local de mayor posición. Y es que debajo de una fuerte identidad étnica, expresada con fórmulas tan familiares como « nosotros la verdadera gen-te », « nosotros los hermanos mayores », se da una aguda competencia entre los diferentes pueblos Kogi. Dicho conflicto se enmarca no sólo en términos del acceso a la tierra localizada en los diferentes niveles, y no olvidemos que la Sierra es un gran ecosistema vertical, sino también en términos de las relaciones de cada pueblo con la sociedad mestiza regional y la misión católica. Un conflicto que, a su vez, hace que se presenten fisiones en los pueblos Kogi cuando algunos aldeanos se separan para asentarse en otro lugar o fundan un nuevo pueblo -como Reichel mismo lo ha documentado- (Reichel 1953 : 83ss.). Asi’aconteció hace sólo unos pocos años, cuando gente de San Francisco se reasentó cerca de la misión para volver a fundar el antes abandonado pueblo de San Antonio. O cuando un sector de las poblaciones de San Miguel y San Francisco crearon a Nivizaka en una zona situada justo al frente de la aldea mestiza del Pueblo Viejo. Estos procesos dan lugar a la fascinante política de los Kogi con sus ingredientes de alianzas entre pueblos y sus correspondientes rivalidades, a las facciones en las que cada pueblo se divide con los correspondientes debates entre sus líderes, a la competencia por validar la identidad de cada pueblo frente a la de los demás, etc. Todo en medio de un chismorreo sin fin, y de las ¡das y venidas de las últimas noticias provenientes de los pueblos vecinos. En el telón de fondo se sientan los mamas a meditar, a adivinar y a mover muy sutilmente los hilos que controlan las actividades profanas de los vasallos de la Madre. … En este contexto es, aparentemente, imposible una centralización política pan-Kogi. No importa que los Ijka (Arhuacos) vecinos intenten sacar ventajas de su propia organización política centralizada, ni de lo mucho que busquen alinear en ella a los Kogi.

En el caso de los Kogi, como en general en el de la etnología, bien podemos despojarnos del inc ómodo molde tribal cuando miramos a otras formas sociales distintas de las prevalentes en occidente (cf. Godelier 1977). La dinámica histórica del territorio norte y noroccidental de la Sierra Nevada adquiere, entonces, una significación diferente. No obstante hay que tener cuidado cuando se proyecta el presente sobre el pasado -lo mismo que cuando se ve el presente sólo en términos del pasado-. Es válido, de otro lado, enfocar las fuentes del siglo XVI haciendo preguntas similares a las aquí hechas, a pesar de que ésta carecen de mucha de la información socioeconómica pertinente. Tal es la suerte del historiador. No es exagerado’ afirmar que no podemos entender a los Kogi si los consideramos como una especie de « fósiles vivientes » del pasado ; y recíprocamente, a pesar de cuan diferentes los vemos en estos tiempos, los Kogi mantienen todavía vínculos muy estrechos con ese mismo pasado.

Cultura y personalidad entre los Kogi

En 1946 Gerardo Reichel publicó un ar ículo poco conocido sobre la economía de los indios de la Sierra Nevada. De hecho, este fue el primer ensayo que Reichel escribió sobre los Kogi después de la primera visita de reconocimiento por un mes que hizo en compañía de su esposa y de Milciades Chaves. A pesar de las obvias limitaciones, este trabajo sienta premisas que subyacen el pensamiento del autor en casi toda su obra sobre los Kogi. La horticultura verticalmente orientada que adelantan estos indígenas, constituye un sistema bien organizado en cuanto que es un mecanismo adaptativo que regula la población según el espacio disponible. Sin embargo, este sistema impone limitaciones drásticas, tanto cualitativas como cuantitativas, en la sociedad Kogi. La comida disponible, por ejemplo, a pesar de ser variada y suficiente para subsistir, es nutricionalmente inadecuada. De ahí que l ¡ncertidumbre en el abastecimiento de alimentos y la amenaza permanente de hambrunas, causen un estado crónico de ansiedad individual y por ello se conviertan en el foco de graves tensiones sociales. Este conflicto, de manera inexorable, se refleja en la cultura general de los Kogi (Reichel 1946). Es más : recordemos que el desastre de 1599 transformó en forma radical la base alimenticia nativa. Para Reichel, estos cambios en la dieta diaria existente desde tiempos inmemoriales, por una nueva dieta venida desde afuera e impuesta violentamente, « debe haber constituido un choque muy fuerte, tal vez el más fuerte de todos los sufridos en el proceso de la aculturación. Sus consecuencias siguen manifestándose aún a diario y seguirán así mientras no se integren estos elementos a la cultura a base de valores simbólicos, es decir, que satisfagan no solamente el cuerpo sino también las necesidades psicológicas (Reichel 1950 : 118-119). Comida y alimento, alimentar y criar, y por analogía, sexo y sexualidad, asumen en esas condiciones el carácter de temas centrales en su vida cultural. Veamos cómo se desenvuelve la trama en el curso del ciclo vital de un hombre Kogi – puesto que son ellos, y nó ellas, quienes tienen que soportar las ordalías.

La idea fundamental es bien simple. Las experiencias de la infancia, de forma especial aquellas que se relacionan con las necesidades biofi siológicas elementales (como la necesidad de alimento, de abrigo, de calor, de protección, de la eliminación de los deshechos del cuerpo) y los patrones establecidos para resolver estas necesidades, determinan un molde psicológico individual. Si consideramos tal molde en términos agregados, esto es, si vemos a cada uno de los Kogi como portador de esta matriz psicológica, estamos en frente de una personalidad-tipo culturalmente definida. La cultura, por lo tanto, actúa sobre la biología para crear un tipo de personalidad. Una vez conformada, la cultura continúa suministrando símbolos que todos reconocen como tales para reforzar sus manifestaciones de comportamiento características. Aquellas personas que no se sometan a la norma son castigadas, o por lo menos son amenazadas con castigo. En la infancia y la adolescencia los padres asumen el rol de represores. En la vida adulta tal rol es asumido por los mayores, en especial por los sacerdotes. La cultura Kogi, en la perspectiva de Reichel, se constituye en una especie de camisa de fuerza harto opresiva – o, para usar sus propias palabras, la cultura Kogi tiene un « toque espartano » (Reichel 1976a : 287). En este punto surgen, sin duda, ciertas preguntas. Por ejemplo, ¿cómo estos patrones culturales establecidos para resolver las necesidades básicas de la vida, y los símbolos que los expresan, operan para producir tales resultados, me atrevo a calificarlos, terribles ? ¿Cuáles son estos símbolos ? ¿Cuál es la sustancia y cuál el mensaje que ellos transmiten ? Casi todo lo que relaciona a un niño con su madre constituye una experiencia muy agradable. En su oscura choza la madre le amamanta siempre que tenga hambre y ella no deba salir a trabajar en los campos. La madre comparte su calor con el bebé, le da protección y compañía y además todavía no le castiga cuando libera sus excreciones. Aun cuando es depositado en la bolsa de carga para viajar en las espaldas de su madre, el niño siente placer, ya que la bolsa en forma de útero le recuerda su vida prenatal (cf. Reichel 1951a : 182). Pero tal bienaventuranza psicológica termina abruptamente cuando la madre arriba a los campos agrícolas -quizás a es e campo localizado en la parte baja de un valle distante del pueblo una o dos jornadas. Ello porque el bebé se deja sólo y entonces está expuesto a mucho calor o a mucho frío, o la lluvia persistente moja su cuerpo. Y el niño llora y está hambriento y la bolsa en la que está depositado ya no resulta un lugar agradable. En esencia, una experiencia similar a aquellas a las que se enfrentará en los próximos años cuando su madre ya no lo amamante, cuando sus esfínteres comiencen a ser controlados, cuando tenga que empezar a caminar detrás de sus padres en su búsqueda constante de comida. Y todavía más tar-de, cuando él mismo tenga ya que trabajar la tierra. De esta suerte, un bebé aprende bien temprano a diferenciar entre el dominio doméstico, asociado con su madre, calor, compañía, placer, y el dominio externo asociado con los campos, los elementos, comida incierta, trabajo material y soledad. Esta separación va a agobiar el resto de su vida. El tratar de lograr alguna forma de equilibrio entre ambos dominios será la tarea principal de sus años adultos. Lo cual logrará mediante una especie de acto incestuoso. Una niña, en cambio, no tendrá que confrontar tan vano compromiso cuando se convierta en una mujer. De hecho, ella encontrará su camino, para ponerlo en estos términos, entre el dominio doméstico y el dominio externo, y otra vez de vuelta, sin ningún problema. Su clave está contenida en sus poderes de reproducción, que también le marcan sus límites. Todo en la vida de un hombre Kogi adulto le recuerda a su madre, de quien fue abruptamente separado cuando alcanz ó la pubertad. Estoes, desde cuando el mama le entregó el poporo durante su iniciación y entonces comenz ó a ir al templo ceremonial regularmente con el resto de hombres para pasar las noches. Quizás sería más apropiado decir que al hombre todo le recuerda una mujer, la feminidad, un principio femenino, la propia Madre de los Kogi. En efecto, un choza se parece a un útero en su oscuridad, en su calor, en la comida « cocinada » ; el templo mas culino con su forma cónica también es una representación de un útero, el útero de la Madre ; el poporo siempre a la mano, asimismo es un útero, lo mismo que el telar horizontal masculino -por ello, cuando el hombre teje es como si estuviera copulando. Por cierto, todas las montañas de forma cónica de la Sierra Nevada representa la matriz de la Madre, y las lagunas sagradas de origen glaciar situadas cerca a las altas cimas, son como la vagina de la Madre. Y el universo, ese « huevo cósmico » de nueve niveles es como un inmenso útero, la matriz de la todopoderosa Madre universal. De esta manera, todo el simbolismo de los Kogi, tanto en el nivel de los objetos materiales como en los del discurso mítico y la conversación cotidiana comunica una polisemia femenina. Por todo esto no resulta sorprendente que el foco de la vida de un hombre adulto en el pueblo sea el templo ceremonial o nuhué (y quizás podemos afirmar que la voz española « Cansamaría » o sea « Casa de la Madre », que nó « Casa de María », fue un truco lexical muy adecuado para tratar de evitar problemas con los misioneros). Así, el templo reemplaza el dominio doméstico de cada casa materna de los hombres Kogi y lo transforma, por usar alguna expresión, en el dominio doméstico colectivo de la « casa de la Madre ». En verdad, cuando los hombres se acomodan en el templo a escuchar cantar al mama y a los mayores, a oir sus consejos y admoniciones (o como ellos mismos dicen, « a coger consejo »), y a aprenderse las historias de los ancestros, todos se sienten mucho más cerca de la Madre. Sentarse en la Cansamaría, donde no se permite nunca el ingreso de una mujer, representa entonces una especie de incesto. Es como copular con la Madre, es como fecundizarla, es co-mo volver a nacer otra vez y ser de nuevo un bebé, es yúluka, un arrobamiento psicológico. Por esto es que los hombres ancianos, aquellos « que saben », los que son sabios y prudentes, son como los bebés : siempre están sentados en la Cansamaría, meditando y pensando, mientras mascan lentamente hojas de coca a las que añaden la cal que extraen del poporo con un palo de madera (cf. Reichel 1951a : 278-280). Con todo, un problema muy serio sigue sin resolver. ¿Cómo armonizar o unir este nuevo dominio doméstico colectivamente masculino, con el dominio externo de los campos y montañas, de la comida cruda y las mujeres libidinosas ? O para formular el problema en los términos de los Kogi : ¿cómo crear un estado de « yúluka social » ? Porque en el templo, el conocimiento sagrado reemplaz ó al sueño y al sexo y las hojas de coca fueron un sustituto de la comida física. Empero la sociedad no puede meramente ser reproducida con símbolos. Tiene también que reproducirse materialmente (comida fi’sica) y físicamente (sexo físico). Para los hombres Kogi no existe nunca una solución satisfactoria a este problema. Después de todo, ello implicaría el abandono de sus sueños uterinos (Reichel 1951a : 157), y de su meta más importante en la vida, esto es, saber la « Ley de la Madre ». A pesar de todo, y no obstante lo ¡nsatisfactoria, la respuesta al dilema es lo suficientemente clara. Los dominios doméstico y externo sólo pueden ser integrados y armonizados mediante la sexualidad lícita, o sea, la cópula con las mujeres prescritas, aquellas que pertenecen a la categoría de la « comida » del propio túxe. Más aún : hay que copular con la tierra, esa tierra negra que es la tierra agrícola y al mismo tiempo una de las hijas de la Madre. Y es que sembrar y copular son la misma cosa : el covador es el pene y la semilla representa al semen. Con todo, no hay que excederse en el sexo, y las mujeres parece que nunca tienen suficiente, ni tampoco en la siembra. Porque siempre existe la posibilidad de que los hombres se olviden del templo y de sus sueños incestuosos con la Madre, y de que abandonen sus obligaciones como los guardianes del universo. Además, no importa qué tan buenos agricultores puedan ser, sólo es en el templo ceremonial donde la tierra se fertiliza definitivamente. Mientras tanto, las mujeres prosiguen con sus tareas de cuidar los cultivos, de cocinar, de criar a los niños, y comen y duermen en abundancia. Parece de veras que las mujeres toman cualquier oportunidad de comida y de hombres « no ilustrados » al alcance de sus manos. Vista así, la cultura Kogi es para Gerardo Reichel-Dolmatoff un vas-to escenario donde un gran drama se desarrolla acto tras acto, alcanzando un número de puntos de climax pero nunca un descenlace satisfactorio. Los « actores » son la vida y la muerte, la claridad y la sombra, el sol y la Madre y, quisiera añadir, Eros y Thanatos.

Hacia una teoría de la cultura La publicación en 1961 de The people of Aritama, escrito por Gerardo y Alicia Reichel-Dolmatoff, no representa solamente un ejemplo del interés de nuestros antropólogos por interpretar el espectro total del cambio cultural en la Sierra Nevada. Este trabajo puede asimismo tipificar otro estadio en la consolidación de la perspectiva de los Reichel sobre la interacción entre la cultura como un sistema de significados compartidos, sus bases biofísicas y los ajustes individuales que de tal relación resultan. El cuadro de Aritama que nos presentan es el de una comunidad campesina en cambio, todavía encadenada a su pasado indio, pero en el proceso de ubicarse dentro de la cultura regional criolla que surge. Una « civilización » única, como afirman los autores, en la medida en que aunque se parece a la civilización Occidental, su contenido la diferencia claramente. Aritama, por tanto, es una especie de sociedad dual : parte es indígena pero parte es ahora criolla. El plano del pueblo representa bien esta situación. En el barrio de la Loma viven los indios, esas gentes atrasadas que se aferran a viejas creencias y prácticas, especialmente aquellas vinculadas con la religión indígena de la Sierra Nevada. En el barrio de la plaza del pueblo, la sección « española », viven los civilizados, los que ansian parecerse a los mestizos de las partes planas. En general el deseo claro de todos los aritameños, no obstante, es el de convertirse en civilizados aunque aún hay placeros que aprecian viejas costumbres. Aritama es entonces un pueblo en transición. Empero, desde otro punto de vista, Aritama conforma un escenario demasiado similar al de los Kogi. Aritama es una comunidad enferma. Para Uegar a esta conclusión no es sino ver la deficiencia de su sistema sanitario, la higiene tan pobre de sus habitantes, la malnutrición y el tratamiento tan inadecuado de la enfermedad. Pero ante todo hay que considerar « ciertos patrones de entrenamiento de los niños y las relaciones interpersonales que tienden a producir fuertes desequilibrios emocionales, que eventualmente llevan a fenómenos neuróticos y psic óticos » (G. y A. Reichel 1961 : 40) (mi traducción). La cultura humana crea, en cierto sentido, el ambiente. Pero puede crear un ambiente cuyas condiciones se convierten en una amenaza para el bienestar físico y mental humanos. Y quién es el juez ? El antropólogo con su método cient ífico, y nó la gente de Aritama. To-memos solamente un ejemplo : « En los hogares basados en el matrimonio Cat ólico y en la familia nuclear, las relaciones con los hijos son considerablemente más armónicas, pero éstos son más la excepción que la regla. En general, las relaciones entre padres e hijos contienen muchos aspectos en conflicto » (G. y A. Reichel 1961 : 107) (mi traducción). El riesgo por supuesto est á en que « bueno » y « malo », y hasta « sano » y « enfermo », no son universales. Quizás debido a los prejuicios de los autores, al lector de este trabajo le queda la clara impresión que Arita-ma es un sitio bien desagradable para vivir. De pronto una alternativa es más cierta : el trabajo de campo de los antropólogos se convirtió en una difícil ordalía. Como muchas veces sucede. Según son las cosas, el universo de Aritama es bien insondable e impenetrable cuando la propia gent e se detiene a reflexionar sobre él. Existen toda clase de espectros, espantos y apariciones que persiguen sin fin a la gente. Esto sin mencionar la agresión mágica que es, desde su propio punto de vista, el motivo principal detrás de todas las formas de enfermedad. En realidad, nos dicen sin embargo los autores, la magia tiene que ver con las proyecciones paranoides de las más íntimas ansiedades, frustraciones y envidias de los aritameños. Los seres humanos son entonces víctimas de fuerzas que se encuent ran por fuera de su control y todas sus actitudes vitales son en consecuencia eminentemente fatalistas. Los aritameños no se liberan de esta condición ni siquiera volviéndose civilizados, como todos nosotros. Y es que si los aritameños usasen la razón lógica, si ellos tuviesen algún interés en el experimento y en la prueba de hipótesis, se darían cuenta que sus apariciones no son más que imágenes que recubren una experiencia traumática de su pasado. Tal trauma se crea, ni más ni menos, cuando los niños observan a sus padres durante el coito en esas habitaciones atestadas, todo ello impulsado por los estímulos físicos apropiados en aquellos individuos psicológicamente predispuestos. Más aún, todas estas brujas no son más que imágenes distorsionadas de esa partera despiadada que los niños pequeños observaron en todos los detalles cuando ayudaba a su madre a dar a luz a un hermanito o una hermanita. Pero es mejor ver brujas que espectros : « mientras que el trauma de la escena del coito entre los padres causa ansiedad de un tipo permanente y profundo que pueden conducir eventualmente a actitudes neuróticas, el trauma del nacimiento se proyecta en un nivel bien diferente y crea imágenes que están menos cargadas de ansiedad y que aparentemente no conducen a ninguna for-ma abierta de comportamiento neurótico » (G. y A. Reichel 1961 ; 425 : cf. también 413-425 y 441) (mi traducción). Una digresión sobre la selva tropical Mientras que los aritameños temen a sus propias fantas ías sexuales reprimidas, sólo para luego proyectarlas como brujas y espectros, los indios Tukano del noroccidente amazónico las inducen artificialmente para manejarlas de una manera culturalmente aprobada. Estos últimos, siempre bajo la guía del especialista ritual, el hombre-jaguar o chamán, consumen una gran variedad de sustancias psicotrópicas, principalmente el bejuco conocido como yajé y varios rapés narcóticos,- para ampliar su campo perceptual. La experiencia alucinógena, considerada como parte de un sistema intencional de control de la química del cuerpo, le brinda de esta manera un camino analítico al antropólogo para descifrar los símbolos que comparten quienes participan de la cultura Tukano. Con el tiempo, el antropólogo se encontrará en posición de explicar cómo una cultura particular actúa sobre los problemas biof ísicos universales de la condición humana. Y las respuestas son sorprendemente uniformes. Todo el simbolismo de las prácticas chamánicas Tukano tiene un carácter sexual. Cuando el chamán se entrega a un trance alucinatorio alcanza ese estado « como de jaguar », en el que se le revelan todas las dimensiones ocultas de la selva. Lo que los sentidos del chamán perciben en la alucinación, puede interpretarse como una serie de metáforas que ¡lustran la idea básica indígena sobre un flujo de energía en un sis-tema homeostático, que comprende tanto a la naturaleza como a la cultura. El modelo es, por supuesto, un modelo basado en la reproducción sexual humana (Reichel 1978b : 107 ; cf. Reichel 1976b). De esta manera el chamán durante su alucinación cumple con un rol de especialista : ser « un mediador y un moderador entre las fuerzas sobrenaturales y la sociedad, y entre la necesidad individual de sobrevivencia y las fuerzas empeñadas en su aniquilación, a saber, la enfermedad, el hambre y la malevolencia de otros » (Reichel 1978b : 82). O, como también define Reichel este rol, el chamán « no es un místico, sino más bien un especialista práctico en comunicaciones » (Reichel 1978b : 108). En un nivel más profundo de entendimiento, lo que la experiencia alucinatoria muestra va más allá de cosas tan prácticas como la curación de la enfermedad, la obtención del alimento, la correcta aplicación de las reglas de matrimonio y la solución de enemistades personales. Ello en la medida en que las alucinaciones exponen los procesos mentales inconscientes de los indígenas : aquellos temores y deseos ligados con la comida, el sexo, la enfermedad y la agresión (Reichel 1978b : 198). En último análisis, los trances alucinatorios representan un intento de rom-per con esa regla suprema de la dimensión cultural de la humanidad : la prohibición del incesto. De esta suerte, el hombre jaguar, el alter-ego del hombre, para usar las palabras de Reichel, vaga libre y sin trabas y puede copular con todas las mujeres libre de la opresión de la estricta esogamia (Reichel 1978b : 134-135). Y el tema simbólico que surge es el del retorno al útero materno. Sólo bajo un estado psicotrópico puede uno tener relaciones sexuales incestuosas sin tenerle temor a las consecuencias. La síntesis Desde mediados de la década de 1960, Gerardo Reichel-Dolmatoff comenzó a considerar dentro de su amplio campo de preocupaciones antropológicas a los pueblos indígenas del Amazonas noroccidental. Este nuevo énfasis marcó su preocupación con los problemas antropológicos de esas regiones que, a pesar de su inmensidad territorial, se han considerado como « marginales » al núcleo del país -las cordilleras andinas, los valles intermontañas y las llanuras costeras. Reichel inició este nuevo programa de investigación con un cierto sentido de emergencia. En efecto, las selvas tropicales y las llanuras poco pobladas al este de los Andes constituían el territorio de numerosos, aunque demográficamente pequeños, grupos aborígenes cuya forma de vida tradicional se vería amenazada gravemente en los años posteriores. En esa medida, era un imperativo que los antropólogos aplicaran las modernas técnicas de trabajo de campo entre esas « tribus », de tal manera que toda esta riqueza de información etnográfica pudiera rescatarse para la ciencia, antes que fuera demasiado tarde. Reichel aprovechó las oportunidades que su nueva base cient ífica le brindaba : el departamento de Antropología que con su esposa organizaron en la Universidad de los Andes en 1962. El equipo de los esposos Reichel, con la ayuda de otros colegas nacionales y extranjeros, comenzaron entonces a entrenar a una nueva generación de trabajadores de campo colombianos para enfrentar este desafío. Un buen número de estos jóvenes etnógrafos fueron enviados a las selvas y llanos en su primera experiencia de campo antropológica, algunas veces en compañía del mismo maestro. Pero este esfuerzo no fue solamente local, ya que Reichel sirvi ó de vehículo para que jóvenes antropólogos extranjeros alcanzaran el noroccidente amazónico (nombres como Stephen y Christine Hugh-Jones, Jean E. Jackson, Kaj Árhem, Patrice Bidou, Jon Landaburu, figuran entre estos). Es en este contexto en el que fueron publicados trabajos escritos por Reichel sobre los pueblos Tukano, como el Chamán y el jaguar, que se discutió brevemente en la sección anterior. Sus nuevos materiales etnográficos de la selva tropical fueron puestos a la prueba de la teoría biofísica de la cultura, previamente desarrollada con base en la información empírica de la Sierra Nevada. Y estos materiales demostraron ser manejables en términos de la vieja teoría. La información amaz ónica, sin duda, debió sorprender gratamente a Reichel. Ello en la medida en que estos pueblos se preocupan grande-mente con las interconexiones que para ellos existen entre los fenómenos cíclicos de la naturaleza y los ciclos de los planetas y las estrellas en el firmamento. Tales interrelaciones crean entonces una base para entender los « ciclos de relevancia cultural espec ífica » (como por ejemplo, el ciclo menstrual, los desarrollos psicológicos, el crecimiento de las plantas, los ciclos de los peces, etc.). Además, los espacios fijos y las órbitas fijas que los indígenas reconocen cuando observan los cielos, les suplen con un conjunto de principios de orden y de organización (cf. Reichel 1982b : 166). Al igual que los indios Kogi de la Sierra Nevada, los Tukano son perspicaces astrónomos ! Ambos pueblos, como por cierto muchos otros grupos indígenas colombianos del pasado y del presente, « ven el cielo como un enorme modelo de todo lo que pasó, pasa y pasará sobre la tierra ; como un enorme mapa repleto con información sobre todo aspecto del comportamiento biológico y cultural, del tiempo, del espacio, de la evolución y de los fenómenos psicológicos » (Reichel 1982b : 165) (mi traducción). A duras penas una nueva idea, pero de todas formas una ¡dea que, dentro de la perspectiva de Reichel sobre la cultura, tiene grandes posibilidades. En efecto, ahora apareció claro que la cultura no es más que un mecanismo de codificación de secuencias de símbolos que contienen mensajes. Tales símbolos enlazan categorías separadas, que varían desde los objetos de la cultura material, los objetos del discurso mítico, de la naturaleza, del yo y del universo, al mismo dominio cultural. Porque es que sí por lo menos algunos símbolos son, en primer lugar, expresados en metáforas astronómicas, entonces puede ser más fácil descifrar el mensaje « si se lee el ‘renglón’ metafórico correcto, (y)… lo que parecerían ser distorsiones, en realidad no son más que inconsistencias causadas por ‘renglones mezclados’  » (Reichel 1978a : 10) (mi traducción). Lo que es más, sí las formas nativas de comportamiento cultural pueden explicarse por lo menos en parte mediante la astronomía nativa, y sí vamos más allá del nivel utilitario de la misma, entonces quizás llegaremos al punto donde podamos intentar entender la filosofía amerindia, como un sistema de pensamiento único. Tal es, expresado con toda convicción, el fin antropológico último de Gerardo Reichel-Dolmatoff. Por esto, sus ensayos más recientes sobre los Kogi (Reichel 1974 ; 1975 ; 1976a ; 1978 ; 1982 ; 1984) representan un intento de amarrar sus opiniones sobre el elaborado sistema de pensamiento de estos indígenas. Todos estos ensayos, excepto el de 1982, tienen que ver con el simbolismo Kogi tal y como se expresa en sus costumbres funerarias, los templos ceremoniales, el telar masculino y las prácticas sacerdotales de los mamas. En general, no es inapropiado afirmar que estos trabajos, aunque más penetrantes en el detalle etnográfico y más sofisticados en el análisis, constituyen un repaso de los grandes temas ya presentes en su etnografía de dos volúmenes sobre los Kogi, publicada originalmente en 1950 y 1951. Desde un ángulo diferente, estos ensayos muestran un interés consistente de parte del autor, por resolver el problema de los medios mediante los cuales los Kogi se reproducen a sí mismos como una sociedad viable. A pesar de la inquietud de Reichel por el estudio de la historia de las relaciones ¡interétnicas en la Sierra Nevada, la preocupación fundamental a lo largo de toda su carrera antropológica ha sido el estudio de la continuidad social. Aquí encontramos, sin embargo, una paradoja en su trabajo. Como él mismo implícitamente lo reconoce en su art ículo de 1982, su consideración del sistema económico Kogi ha sido poco satisfactoria. Si aceptamos que, en términos muy amplios, « la economía » también tiene que ver con la reproducción social, entonces el entendimiento de Reichel de la reproducción social Kogi tiene sus límites. A manera de conclusión Siempre es muy difícil, y aún poco productivo, tratar de evaluar toda una vida de trabajo con tanta riqueza, detalle y elaboración, como el trabajo de Gerardo Reichel-Dolmatoff sobre la Sierra Nevada y sobre Colombia. No obstante, parece seguro afirmar que su antropología tiene más relación con una tradición racionalista a la francesa, quizás con fuertes dosis de psicoanálisis austríaco, que con una tradición empiricista a la británica. En su introducción a la segunda edición de Los Kogi, el mismo antropólogo escribe : « Aunque mi estudio pertenece al período preestructuralista, la sombra de Lévi-Straus, aún sin identificar, se ve claramente en las formulaciones dualísticas del universo Kogi » (Reichel 1985 : 14). Y es que cuando uno lee sus ensayos etnológicos, uno tiene la persistente impresión que él está diciendo : « éste es el nivel etnográfico de la información, el nivel de la realidad empírica, pero siempre hay otra realidad, oculta, más all á de lo que nuestros sentidos pueden primero percibir ». El entendimiento de este nivel « más profundo » es entonces relacionable con ciertos procesos de pensamiento universales. En esa medida, toda la humanidad comparte ciertas características universales, que trascienden los límites impuestos por cualquier particularismo cultural, y no existen, en último análisis, « brechas de incomensurabilidad » entre diferentes culturas -para usar un término prestado del filósofo de la ciencia Thomas S. Kuhn. No importa cuan representativos o expresivos los patrones de relaciones sociales sean de la cultura en que existen, los sistemas de pensamiento y de acción Kogi también nos muestran cómo estos indígenas resuelven los problemas que todos tenemos como seres humanos : la necesidad de alimento, de sexo, de abrigo, de vestido, de calor, etc. Queda por investigar mejor la influencia del pensamiento psicoanalítico de Freud y de Jung en los años formativos de Gerardo Reichel, y en su teoría de la cultura. En todo caso, Reichel también reconoce en la misma introducción que la escuela de « cultura y personalidad » norte-americana tuvo un gran impacto en esta generación de antropólogos que se inició en la década de 1940 (Reichel 1985 : 14). Aunque, de pronto, no sea necesario ir tan lejos en la búsqueda de tales influencias. Porque es que más allá de toda sospecha, los Kogi están preocupados con el problema de la comida y de la sexualidad, como cualquier otra sociedad sobre la tierra. Al comentar sobre los orígenes míticos del tejido, que los Kogi aprendieron de su Madre, Reichel burlonamente contiene a sus numerosos críticos en este particular, cuando escribe : « No se necesita a un gran freudiano para interpretar este relato. Los mismos Kogi rápidamente explican que tejer representa el coito sexual, y que la historia del origen del tejido también puede ser interpretada como el descubrimiento por parte de un ni ño de la vida sexual adulta » (Reichel 1978 : 14) (mi traducción).

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