Fernando Roncero Moreno. Universidad de Castilla-La Mancha
INTRODUCCIÓN.
« El cine es, en mayor medida que las otras artes, un documento histórico de nuestro tiempo. El que llaman séptimo arte es capaz como ningún otro de captar la esencia de las cosas, de captar la atmósfera y las corrientes de su tiempo, y de expresar sus esperanzas, sus angustias y sus deseos en un lenguaje universalmente comprensible » (En WENDERS, Wim. La memoria de las imágenes. Textos de la emoción, la lógica y la verdad… Valencia. Ediciones de la Mirada, 2000. p. 157). Así se refiere Wim Wenders a las propiedades intrínsecas de la imagen cinematográfica para elevar a la categoría de universal lo que el objetivo de la cámara, al igual que el ojo humano, capta como hecho particular y aislado. El cine, entendido como manifestación artística, proyecta más allá de sus propios límites lo que sobre el terreno no llega a simples rasguños superficiales.
Al mismo tiempo, como « documento histórico », y liberado de las trabas impuestas por la mera diferenciación entre objetividad y subjetividad, se yergue como espejo en el que mirarse, como fiero aumento de los defectos encontrados en los distintos agentes sociales.
Por otra parte, en los últimos años está cobrando cada vez más importancia la utilización del cine y otros medios audiovisuales en todos los ámbitos de estudio relacionados con las ciencias sociales. El cine, como elemento artístico testimonial de la realidad circundante, se convierte en un fiel reflejo de la sociedad en la que nace y en una imagen de identidad de los individuos a los que representa. En este contexto, tras el impacto del film de Luis Buñuel Los olvidados (1950), sobre la juventud de los extrarradios mexicanos, son muchas las producciones latinoamericanas destinadas a ésta y otras temáticas semejantes en el tiempo más reciente.
Películas que trasladan sus cámaras a las zonas reales donde surge el conflicto y que emergen, más allá de sus características artísticas o comerciales, como testimonios y ensayos antropológicos en los que realidad y ficción caminan de la mano, se mezclan y confunden.
LOS OLVIDADOS
Una frase nos pone sobre aviso ante lo que vamos a ver : « Esta película está basada íntegramente en hechos de la vida real y todos sus personajes son auténticos ». Tras este texto introductorio, una voz en off nos acompaña mientras observamos la bahía neoyorquina, un barrido vertical de la majestuosa Torre Eiffel, y una preciosa vista del Támesis londinense :
« Las grandes ciudades modernas, Nueva York, París, Londres, esconden tras sus magníficos edificios hogares de miseria que albergan niños malnutridos, sin higiene, sin escuela, semillero de futuros delincuentes ».
A continuación, las vistas aéreas de México se muestran como símbolos inconfundibles de modernidad y grandeza, representativos de la sociedad del bienestar del primer mundo :
« La sociedad trata de corregir este mal, pero el éxito de sus esfuerzos es muy limitado. Solo en un futuro próximo podrán ser reivindicados los derechos del niño y del adolescente para que sean útiles a la sociedad. México, la gran ciudad moderna, no es excepción a esta regla universal, por eso esta película basada en hechos de la vida real no es optimista, y deja la solución del problema a las fuerzas progresivas de la sociedad ».
Tras la inicial declaración de intenciones, la cámara gira bruscamente hacia el suburbio donde los niños y jóvenes juegan entre ruinas y escombros. Jaibo, Pedro, el ojitos, …, son modelos arquetípicos del niño encaminado irremediablemente hacia la violencia. Cada uno poseedor de unas circunstancias y un pasado característico, reproducidos incansablemente en el extrarradio de las grandes ciudades.
Entre los actores que encarnan a los jóvenes protagonistas, Buñuel mezcló, al igual que en todos los aspectos pertenecientes a la concepción global del film, ficción y realidad, actores desconocidos con niños de la calle que se interpretaban, sin saberlo, a sí mismos, sin distinguir lo que formaba parte de la película y lo que era simple y llanamente real. La labor de documentación, como ocurrirá con todas las producciones nombradas en este texto, se realizó siguiendo pautas cercanas al mero trabajo antropológico, observando los escenarios naturales y conviviendo con sus potenciales protagonistas : « Iba a los barrios bajos de la Ciudad de México, acompañado primero por Alcoriza y luego por Edward Fitzgerald, el director artístico. Estuve cerca de seis meses conociendo esos barrios. Salía muy temprano en autobús y caminaba al azar por las callejas, haciendo amistad con la gente, observando tipos, visitando casas. Recuerdo que a veces iba a hablar con una chica que tenía parálisis infantil Caminaba por Nonoalco, la plaza de Romita, una ciudad perdida en Tacubaya. Esos lugares luego salieron en la película y algunos ni siquiera existen ya » [41].
Entre grandes edificios y arrabales, coches de lujo y carretas, la delincuencia y la miseria se apodera de unos personajes, no sólo jóvenes, que han sido olvidados por la otra cara de la sociedad, la opulenta, por el lejano primer mundo, por las autoridades gubernamentales e, incluso, hasta la llegada de la mirada buñuelesca, por el cine.
La película, retrato cruel y desgarrador de la sociedad mexicana, supuso un durísimo golpe en la conciencia de los privilegiados, aquellos que precisamente olvidaban la otra cara de la moneda. La versión de Buñuel era ofensiva y contraria a la proyección de México sobre el resto del mundo y sobre sus propios ciudadanos. Pese a lo que podríamos denominar como una « falsa objetividad » o, simplemente, una « manipulación subjetiva » respecto a las imágenes contenidas en el film, el ensañamiento y la crueldad del cineasta no son sino síntomas de una identificación completa y una esperanza hacia soluciones factibles. Como señala Xavier Bermúdez, « es en la precisión matemática con la que el film va cortando salidas esperanzadoras a sus personajes, en el modo minucioso con el que se constata el horror que rige unas vidas cotidianas, en la veracidad descriptiva con la que se nos muestra unas conductas y unos valores criminales, es precisamente ahí donde late la ternura auténtica de Buñuel por los desheredados » [42].
Más allá del neorrealismo italiano y el resto de corrientes cinematográficas que caminan en línea recta por la senda de la realidad, la película es el equivalente al espejo y sueño al que hace mención el estudio de Bermúdez. Por un lado, el reflejo de los hechos, por el otro, la imaginación, identificada como una vía de escape para la propia historia, para sus personajes y para sus espectadores, una posible solución a un problema acuciante.
PROYECCIÓN DE LOS OLVIDADOS EN EL CINE LATINOAMERICANO ACTUAL. [43]
Han pasado más de cincuenta años desde el estreno de Los olvidados (1950). Sin embargo, los « olvidados » del cineasta aragonés, desheredados, marginados, mendigos, vagabundos, etc., siguen apareciendo en la gran pantalla y habitando en las calles de las ciudades latinoamericanas. La predicción de una solución por parte de las fuerzas progresivas de la sociedad, que había de llegar en un futuro próximo, ha caído en saco roto a la vista de los acontecimientos. La globalización no ha conseguido sino aumentar las diferencias hasta llevarlas a un punto límite.
El cine latinoamericano se ha convertido en los últimos tiempos en el reflejo realista de su sociedad, normalmente cargada de tintes políticos, marginalidad, violencia y desarraigo. En este contexto, los cineastas vuelven a enfrentarse a los mismos problemas que Buñuel creía cercanos a la desaparición.
Pixote (1981), del argentino Héctor Babenco, sobre la novela Infancia Dos Martos de José Louzeiro, se erige como el puente necesario entre Los olvidados y las producciones surgidas a partir de finales de los ochenta y principios de los noventa. El escenario de Pixote son las calles de São Paulo, y sus protagonistas, los menores de edad que sobreviven entre prostitutas, traficantes, tahúres y criminales que aprovechan la imposibilidad de los niños de ser encarcelados para utilizarlos en beneficio de sus propios delitos. Pixote carece de nombre, es simplemente un apodo equivalente al chavo o al chamaco. Héctor Babenco, heredero del cinema nôvo que se había instaurado en Brasil en los años sesenta [44], ya había llamado la atención de los espectadores sobre la vida en los suburbios marginales de São Paulo en su primer largometraje O Rei da Noite (1975), pero es Pixote la que pasea por el mundo las miserias de la delincuencia juvenil en las barriadas cariocas. En este film ya se encuentran prácticamente todas las constantes que se repetirán con posterioridad. Concebido primitivamente como un documental, las trabas burocráticas obligaron a Babenco a encaminar su historia por el margen de la ficción, ganando con ello en credibilidad e impacto visual. Los niños protagonistas son verdaderos niños de la calle seleccionados por su director, y sus historias tristemente paralelas a las de sus personajes [45].
Los « olvidados », lejos de desaparecer, se multiplican en una espiral que parece no tener fin. Están presentes en Amores perros (2000), de Alejandro González Iñárritu, buscando una vía de escape a la violencia del extrarradio de Ciudad de México, o reflejados en los ojos de los tres protagonistas de Y tu mamá también (2001), dirigida por Alfonso Cuarón, en su recorrido por carretera a través de un país de contrastes. Es el país en el que conviven riqueza y miseria, donde la tradición y la modernidad convergen dejando a su paso una larga serie de víctimas observadas por espectadores pasivos. Los gallos de pelea buñuelescos han dado paso a los enfrentamientos de perros adiestrados para matar a su adversario, los caminos entrecruzados de los personajes antagónicos de Amores perros. El propio director expone sus sensaciones : « La ciudad de México es un experimento antropológico, yo me siento parte de ese experimento […]. Soy sólo uno de los veintiún millones que vivimos en la ciudad mas grande y poblada del mundo. Ningún hombre en el pasado vivió (más bien sobrevivió) antes a una ciudad con semejantes niveles de contaminación, violencia y corrupción y, sin embargo, increíble y paradójicamente es hermosa y fascinante y eso es precisamente lo que para mí es ‘Amores perros’, un fruto de esa contradicción, un pequeño reflejo del barroco y complejo mosaico de la ciudad de México » [46].
Pero no solo en México encontramos a los sucesores de los « olvidados », también se encuentran en Argentina, reflejados en los jóvenes delincuentes de Pizza, birra, faso (1997), dirigida por Adrián Caetano y Bruno Stagnaro. Actores no profesionales encarnan a cinco jóvenes marginales : el Cordobés, Pablo, Sandra, Frula y Megabom. En este caso, la acción nos traslada hasta las calles de Buenos Aires, no al extrarradio, sino a un centro urbano que ofrece una imagen muy lejana a la modernidad y la integración. La ciudad se convierte en un gigantesco suburbio en el que los delincuentes sobreviven cada día sin pensar en el mañana, donde el futuro se oculta tras coches destrozados y edificios semiderruidos. El ritmo visual y el lenguaje de los protagonistas convergen y se integran dentro de la dinámica del film, la cámara abandona su característica neutralidad para convertirse en un personaje más de la acción, un testigo participativo.
El derrumbe moral y socio-económico de la sociedad argentina que alberga en su seno un semillero de violencia y marginalidad, se mueve a su antojo entre las imágenes y argumentos del denominado nuevo cine argentino, flotando en la superficie de las historias narradas por todos aquellos directores que deciden mirar de frente las miserias de la cotidianeidad. Éste es el caso de, entre otras, las películas de Pablo Trapero. Mundo grúa (1999) o El bonaerense (2002) son ejercicios de una naturalidad cruel y cercana al desamparo, de personajes perdidos y avocados a un destino fatal. Del corrosivo blanco y negro de aspecto documental de la primera al cálido y colorido fondo sobre el que emergen los personajes de la segunda, la convivencia con seres marginales va más allá del testimonio o la simple denuncia. La cámara se esfuerza por adentrarse en el alma de la sociedad argentina, por llegar a la identificación del espectador como un personaje más de la historia.
Del corto camino que lleva desde la miseria a la delincuencia juvenil, resalta la senda ya andada en Río de Janeiro, en la favela de Ciudad de Dios (Cidade de Deus) (2002), película basada en la novela de Paulo Lins sobre hechos reales y dirigida por Fernando Meirelles y Katia Lund. Un recorrido por la historia de este suburbio brasileño desde finales de los años sesenta a través de las vidas de sus habitantes y su implicación cada vez mayor en el mundo del crímen, el tráfico de drogas, las bandas callejeras y la violencia sin contención. Aquella llamada a la esperanza que abría la historia de Los olvidados, confiando un futuro mejor al progreso, se estrella fanáticamente contra el desalentador mensaje que deviene del destino de los jóvenes cariocas. Tan sólo el personaje de Buscapé encuentra, pese a las dificultades, una salida, aunque insegura, a la fatalidad. Pero son muchos los que quedan por el camino, y vertiginosa la escala de violencia en progresivo aumento a lo largo de los años. Un testigo objetivo no habría sobrevivido en las calles de Ciudad de Dios, no sería posible un estudio antropológico de hecho sobre sus habitantes. La solución cinematográfica se encuentra en centrar el discurso narrativo en torno a la figura de Buscapé y su visión, entre pasiva y partícipe, de todo lo que le rodea.
Recogiendo la herencia de Soy un delincuente (1976), dirigida por Clemente de la Cerda, y en especial de Sicario (1994), de José Ramón Novoa, auténtico ejercicio de violencia juvenil al más puro estilo actualizado de Los olvidados, Huelepega : ley de la calle (1999), de Elia Schneider, venía salpicada por la polémica ya desde antes de su estreno. Desde el Instituto Nacional del Menor se dio la orden de suspender el rodaje haciendo un llamamiento a la propiedad intelectual de los menores protagonistas del film, propios niños de la calle que reinterpretan un papel aprendido de memoria desde su nacimiento. Venezuela, y el resto del mundo, se tapa los ojos ante el sentimiento de vergüenza y culpabilidad que salpica al espectador que, atónito, se enfrenta a la crudeza vital de la infancia perdida entre violencia y adicción por las calles de Caracas. Como reza el propio cartel anunciante del film : « ¡La verdad que no se puede ocultar ! ¡Una alarmante realidad… Una poderosa denuncia en una impactante película ! ».
Es difícil realizar una escala clasificadora sobre violencia y marginalidad, pero quizá la cota más alta se alcanzaría a la hora de dirigir la mirada hacia las calles de Medellín, ciudad conocida como metrallo, donde los niños colombianos, actores para la ocasión en La vendedora de rosas (1998) de Víctor Gaviria, sobreviven mediante la venta ambulante y el robo, en un mundo feroz donde cada día pueden ser asesinados y cuya única vía de escape está en las drogas y en la esperanza de encontrar un mundo mejor, al igual que les sucede a los asesinos a sueldo de La virgen de los sicarios (2000), dirigida por Barbet Schroeder basándose en la novela autobiográfica de Fernando Vallejo.
El caso sangrante de La vendedora de rosas vuelve a recuperar la triste historia, como en otras muchas ocasiones, del protagonista de Pixote, Fernando Ramos da Silva. La figura principal del film colombiano, Leydy Tabares, correría posteriormente una suerte paralela a la de su personaje, demostrando de nuevo la vinculación entre ficción y realidad que impregna las producciones latinoamericanas referentes a esta temática.
CONCLUSIÓN
André Bazin identificó a Luis Buñuel (entre otros como Dreyer, von Stroheim o Sturges) como uno de los directores significativos del denominado cine de la crueldad, el que sale directamente de las entrañas y recoge los peores sentimientos del ser humano. A este tipo de cine también pertenecen el resto de directores nombrados en estas páginas, al menos en las producciones encaminadas hacia la contribución en la denuncia y la visión pesimista que recogen sus imágenes.
Las historias suprarrealistas que exponen estas películas, a menudo cruzando la línea de la ficción en sus concepciones y en las andanzas vitales de sus protagonistas más allá del campo de acción de la cámara, así como los métodos de trabajo de directores y guionistas, desembocando todo el conjunto en una atormentada muestra de realidad, convierten este conjunto de instrumentos en un tipo necesario de arqueología del presente, una forma de antropología sincera y sin reparos, golpeando directamente en la conciencia de una sociedad del bienestar que desvía la mirada hacia otra dirección menos dolorosa y molesta.
El cine, fábrica de sueños por excelencia, produce en este caso pesadillas de las que es imposible despertar sin un regusto amargo en la boca. Siguiendo la identificación de Walter Benjamín de todo documento sobre la civilización como documento de la barbarie, el muestrario de películas ofrecidas en este trabajo emerge como testimonio cruel, ético y estético de una realidad anclada en el imaginario colectivo. Desde Los olvidados, « el primer gran ejemplo de esa visión cinematográfica de la realidad integral, articulada por Buñuel en sus declaraciones teóricas : una visión […] donde la vida y la realidad están arraigadas, además de en sus condicionamientos materiales y socio-políticos, en símbolos y arquetipos de la psicología de la profundidad y de la dimensión sagrada de la existencia », a las películas de más reciente estreno, el camino emprendido por el cine conduce a un conocimiento auténtico y fuertemente impactante sobre las miserias y condiciones de las personas/personajes poseedores involuntarios de una marginalidad estremecedora.