Para ver la integralidad del articulo dirigir se a : Revista Occidente, n° 287, Abril 2006, o http://www.aulaintercultural.org
El profesor desciende las escaleras del metro madrileño cuando algo le llama poderosamente la atención : reconoce a la persona que tiene ante sí una manta con una variada muestra de calcetines. Discretamente se da la vuelta, entra por otro lado y, al llegar a casa, llama a su alumno de doctorado al móvil : « Muhammad, ¿podemos vernos mañana en algún momento en el despacho ? » Al día siguiente, tras informarse de la marcha de la tesis, excelente según todos los indicios, se atreve a intervenir de modo personal : « Usted sabe que, con su currículo, sus publicaciones y su experiencia, podría tener un buen puesto de profesor en Marruecos, en casi cualquier universidad. Perdone que me meta en sus cosas, pero usted necesita tiempo para investigar y no puede estar buscándose la vida de cualquier modo ni en cualquier sitio. » A estas alturas, Muhammad ya no se sorprende de que todo se sepa, así que opta por contestar directamente : « Prefiero vender calcetines en el metro de Madrid a trabajar de profesor en Marruecos. »
En este caso la historia contentó a los que aman los finales felices ; pero la mayoría de las veces no sucede así. El fenómeno de la inmigración, una apariencia para quienes la contemplan desde fuera, es, para quienes la viven desde dentro, una experiencia, la del pan amargo del exilio. Más allá de que haya o no cambio cultural grande, el desarraigo pesa y altera los comportamientos de los emigrantes, porque los deja fuera de la norma en la que vivieron hasta entonces.
La emigración supone, desde dentro, una vida distinta, anormal, su normalización sólo es posible tras un ejercicio de conversión a la norma nueva, cuando uno se normaliza con el país de llegada, un país al que realmente no se llega hasta mucho tiempo después, si es que se logra, porque, en principio, y en muchos casos siempre, lo único que se hace es traspasar los márgenes, quedarse en la marginalidad. Pesan más las otras fronteras que las políticas. Emigrar implica sustituir normas : una lengua o una variedad de la lengua por otra, una ropa por otra, un tipo de casa por otro, una escuela por otra, una situación ante la ley por otra, una comida y una bebida por otra. Todo ello en mayor o menor grado, hasta la tercera generación, en la que ya se ha producido el resultado final, la asimilación. Desde el punto de vista lingüístico, única competencia que se pretende en estas páginas, así ha ocurrido siempre. Sería, en consecuencia, lo esperable.
Algo ha cambiado, sin embargo, algo que toca directamente una capacidad humana cuyo valor, en relación con la norma, es esencial : la planificación. Mejor, el modelo de planificación. Tómese un modelo tradicional de asimilación, la escuela argentina o la escuela norteamericana de finales del siglo XIX y principios del siglo XX : una lengua, un país, un himno, una bandera. Niños, y niñas, de muy diversas procedencias reciben allí su paso por lo que, con Beatriz Sarlo, llamamos la máquina cultural. Junto con la traducción, los dos más poderosos mecanismos de homologación cultural, apoyados por toda la energía de una educación fuertemente autoritaria. La niña que no se adapta a las nuevas normas escolares, empezando por la lengua, es rapada completamente. Maestras dedicadas en cuerpo y alma a sus alumnas no dudan en utilizar una represión que hoy puede parecer, con razón, abyecta. Lo hacen totalmente convencidas del bien que supone para esas niñas de las que son responsables y a las que, no se olvide, quieren. Excluirse de la norma es caer en la marginalidad. Muchos de los hablantes hispanos de los estados del Suroeste de EE.UU. perdieron el uso del español como consecuencia de la normalización escolar, sin necesidad de ninguna planificación de English only, sencillamente porque se trataba de la diferencia entre una vida de peón, marginal, o una vida plena de ciudadano con todas las puertas abiertas. La reactivación de la lengua española en el Suroeste, situaciones excepcionales aparte, ha venido en muchos casos de la mano de los anglos, conscientes de una nueva situación económica en el mundo hispanohablante y de que se vende en la lengua del comprador.
Los excesos, se sabe, provocan reacciones pendulares. De la rigidez escolar se ha pasado a la pérdida de la norma escolar. Una maestra que cortara el pelo a una niña, nativa o inmigrante, por no expresarse bien, sufriría hoy día sanciones gravísimas y nadie, desde luego, le daría una medalla. En cambio un niño de origen magrebí puede decirle a su maestra que él no acepta que una mujer le diga lo que tiene que hacer, y no pasa nada. La madre, llamada por la maestra, le dirá, a lo más, que tampoco a ella le obedece en la casa y que así son los hombres. Véase la diferencia, el niño nativo puede desobedecer igual, pero no porque la maestra sea mujer. Lo que está en juego es un patrón cultural.